Todos llevamos
un mapa por dentro
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Todos llevamos un mapa por dentro, 
un conjunto de coordenadas...
Que te orientan por dentro y por fuera
Yo crecí en  los Andes, 
una cadena de montañas que 
serpentea por siete
países en Suramérica. Cuando llega a Colombia, la Cordillera  de los Andes se divide en tres ramas.
Entre esas ramas, Colombia se despliega desde cero hasta 5.000 metros sobre el nivel del mar. Tenemos nevados, volcanes, llanuras, 
altiplanicies, páramos, valles profundos, playas de arena.
Yo soy “de tierra fría”. 
Bogotá, donde nací, tiene
una altitud de 2.600 metros. 

Está encaramada sobre una
altiplanicie, abrazada
por los cerros.
Los cerros hacen parte de nuestro cielo. El sol sale por entre sus rendijas.
La ciudad es una cuadrícula basada en los cerros: las carreras corren en paralelo, las calles bajan, perpendiculares.
Nunca estamos realmente perdidos, porque siempre están allí.
Los cerros son nuestra constante,nuestro 
punto de referencia. Nuestro Norte.
Tan es así que, desde                    hace mucho, los cerros están en la parte de
arriba de nuestros mapas oficiales. El Este es el Norte.
Yo no vivo en Bogotá hace muchos años. Cada vez que regreso, el corazón se me arruga cuando la primera montaña aparece en la ventanilla del avión. Es que extraño mucho tener ese fondo
verde gris azulado en mi vida.
Extraño las vacaciones de infancia en “tierra caliente”: lugares cercanos que, por su poca altitud, son cálidos.Extraño bajar por carreteras curvas bordeando 
valles y ríos. El aire empalagoso y tibio metiéndose por la ventana. El escándalo de la vegetación aumentando
kilómetro a kilómetro.
Extraño también los viajes hacia arriba - pasar por la eterna neblina y llovizna del páramo, por alturas entre cielos grises y azul clarito. Mis papás se mudaron a una ciudad incluso más fría y alta que Bogotá. Durante 
varios años subí la montaña para encontrarme con el cariño y los abrazos de mi mamá.
Mi papá dibujó un mapa detallado para explicarme cómo llegar a su casa. Mi dedo sigue la línea. En mi cabeza aparecen cada una de las paradas.
Las arepas de Ventaquemada.
El puente sobre las aguas azul profundo de la  represa del Sisga. 
Sonrío al ver que incluyó en el mapa un posible 
camino equivocado, para alertarme. 
Me conocía bien. Su espíritu está en ese mapa.
Cada vez que manejo por esta carretera, 
y van apareciendo cada una de las paradas,
e igual me voy por el camino equivocado,
estoy siguiendo una suerte 
de geografía interna.
Los mapas, la verdad, son
imperfectos; no hay 
coordenadas que puedan
enderezar la maraña de líneas
que dibuja la memoria
Pero me permiten estar, allá,
en esos lugares, y aquí,
mirándome. Hacen visible
dos tiempos a la vez.
Cuentan la historia
de las rutas que tomamos,
y de las que no. 
De los caminos equivocados 
por los que nos fuimos,
y los que aún nos esperan.
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